Luis Ángel Fdez. de Betoño
UN DIOS OLVIDADO
La fría brisa marina del Cantábrico golpea su rostro mientras corre por el malecón. Es uno de los primeros días del verano con sus agónicos atardeceres, en los cuales el viento norte impone su espartana ley obligando a los viandantes a cerrar las cremalleras de sus chaquetas. El joven incrementa el ritmo de su marcha, percibe como sus músculos han entrado en calor y disfruta. El paisaje es impresionante, a su izquierda una escarpada montaña y a su derecha el mar que le ha visto nacer. Con sus gélidas y furiosas aguas capaces de moldear la costa a su antojo. Las olas machacan con fuerza las maltratadas rocas, como ocurre muchas veces, sin que nadie sepa el porqué. Es como si se enojaran o necesitasen soltar energía contenida. Algunas incluso consiguen superar el muro y gotas de espuma salada humedecen los labios de los caminantes. La orografía del terreno le obliga a concentrar la vista en los baches que tiene que superar, cuando unos desgarradores gritos centran su atención… Al alzar la mirada observa como la sombra de uno de los dos niños, que jugaban a unos cincuenta metros por delante, se precipita al mar. El joven, en un acto instintivo salta sobre el murete que sobresale y consigue determinar el punto donde se hunde el infante…
Son esos momentos donde la diferencia entre un héroe y un estúpido no está demasiado clara. Esos instantes en los cuales el tiempo se detiene, donde el cerebro consigue poner la vida a cámara lenta. ¿Qué le hace saltar a un hombre hacia una muerte casi segura tras un rescate imposible? ¿Los desesperados chillidos de una madre? ¿La corta edad de la víctima? Quién sabe… Tras los cinco metros de caída, el contacto con el frío del agua le hace sentir miedo, dudas… mientras reza por no golpearse con las aristas de alguna traicionera piedra…
Un antiguo dios cantábrico contempla la escena, aburrido, indiferente. Los moradores de sus costas han olvidado su nombre, ya no le imploran, no le invocan, no realizan sacrificios en su honor. Sin almas de las que alimentarse, perece y se debita en una agonía eterna que durará eones. No le importan los asuntos humanos, incluso los desprecia. Para él son criaturas débiles, efímeras, volubles… Pertenece a otros tiempos, en los que las vidas eran cortas e intensas, cuando cada latido, cada inspiración eran pequeñas victorias contra el ángel de la muerte. Sin embargo, algo llama su atención, tal vez el acto heroico del joven; o los gritos desesperados de una madre que contempla como sus dominios se tragan a su hijo; o el valor que demuestra el niño al tratar de alcanzar la superficie. Es igual, nadie sabe cómo piensa un dios, ni tan siquiera uno de ellos. Los recuerdos acuden a él, historias de otra era cuando las gentes del Cantábrico lo veneraban; cuando las mujeres gritaban su nombre al desgarrarse en el parto y le rogaban que les trajera a sus hombres de vuelta de la mar o de la guerra; cuando sentía los corazones de los miles de guerreros dispuestos a morir y a matar en su nombre, en aquellas batallas en las que los reyes avanzaban en la vanguardia y había que mirar a los ojos del enemigo antes de asesinarlo. Sabe que su gloria no volverá y por eso hay veces que descarga su frustración contra la costa; otras en cambio, se relaja y trata de disolverse, de desaparecer entre las moléculas de agua y sal. Pero eso es imposible, un dios no desaparece, simplemente se debilita con el tiempo y sufre con cada milenio de soledad.
El joven se desprende de la segunda zapatilla. La espuma enrojece sus ojos y trata de entrar en sus pulmones. El ruido es atronador y lo envuelve todo. No consigue nadar, zarandeado como una marioneta apenas logra mantenerse a flote. Las dudas le asaltan y no ve al niño, lo más probable es que ya se lo haya tragado alguna corriente. El miedo lo agarra y lo estruja, conoce esas aguas y sabe que no les gusta perdonar los errores, y él ha cometido uno muy gordo. Se serena, conocedor de que el pánico es el mayor de los enemigos, te impide pensar y te paraliza.
—Tranquilo, relájate. Busca una salida, siempre la hay—. Le habla ese al que los antiguos lo conocían como Ángel Protector y ahora lo llamamos Instinto de Supervivencia.
Algo choca con él. Es el niño, aunque parezca imposible, el azar ha querido que las caprichosas corrientes los juntasen. ¿Qué posibilidades había? Pocas, desde luego. El joven lo agarra con el brazo izquierdo. Observa que, por fortuna, el chico conoce la danza de las olas. No puedes ni enfrentarte ni huir de ellas, debes bailar, engañarlas, aprovechar su empuje y escapar con su sutileza de su atracción. No se puede explicar, solo los que han nadado entre ellas el tiempo suficiente lo comprenden. Se miran, deben alejarse de las rocas, buscar aguas abiertas donde esperar a ser rescatados. Lo intentan, pero entienden que no lo van a conseguir, no, no con la marea subiendo. El frío atenaza sus músculos y los debilita, sobre todo al niño, que se encuentra al límite de sus fuerzas. Una montaña de agua los atrapa y los eleva empujándolos contra la muerte. El joven aprieta la espalda del chico contra su pecho, tratará de protegerlo frente al impacto. La velocidad aumenta conforme la cresta se afila y estiliza. Están a punto de impactar contra las afiladas piedras, cuando la ola hace algo extraño. Una de sus hermanas surge del fondo y vuelve a recomponerse frenado el ritmo de su avance. El joven siente el golpe contra las aristas de una roca, sin embrago, ha sido bastante más suave de lo esperado. Sus pies desnudos y su mano derecha sufren múltiples cortes y dejan pequeños hilos rojos mientras el agua se retira para poder coger impulso de nuevo. Aún mantiene al chico agarrado con su mano izquierda e, ignorando el dolor de sus heridas, escala con agilidad buscando un punto seguro, donde la furia del mar no pueda alcanzarlos, para esperar a ser rescatados. Lo encuentra, se deja caer, el niño lo abraza y llora. La tregua que le ha proporcionado la adrenalina se acaba y el dolor lo golpea con terribles pinchazos que llegan a marearlo.
El dios se aleja jugando con sus olas, indiferente, aburrido…
Luis Ángel Fdez. de Betoño