Luis Ángel Fdez. de Betoño
El infiel
Aparentemente soy un tipo que sale a correr, como tantos otros después de la jornada laboral. Me despido de mi mujer y mi hija vestido para la ocasión, zapatillas, mayas y camiseta. La noche artificial se cierne sobre la Estación Titán, lo hace a ritmo constante. La mayoría de los que vivimos aquí jamás hemos visto ningún atardecer natural, ni tan siquiera nuestros abuelos, pero no nos importa, en realidad estamos orgullosos de ello, nos aleja de nuestros eternos enemigos, los terrícolas.
No logro evitar un angustioso sentimiento de culpa, especialmente por mi hija, aún es lo suficientemente pequeña para creer que su padre es una especie de súper-héroe. Pero no es cierto, soy humano, imperfecto y pecador, con deseos y anhelos incumplidos.
La verdad es que no voy a correr, he recibido un mensaje de ella, indicándome que me espera en un nicho-hotel cercano a mi apartamento. La conocí en el trabajo, hace apenas dos meses, es una joven recién salida de la universidad, contratada en prácticas para el departamento que dirijo.
Es más atractiva que guapa, especialmente cuando luce su espléndida sonrisa, aunque lo que más me gusta de ella, es su personalidad. Conectamos a la perfección desde el primer día; yo le explicaba el trabajo y el funcionamiento de la compañía, y ella escuchaba atentamente. Cuando me interrumpía, era para realizar alguna pregunta u observación inteligente.
Antes de que pudiera darme cuenta, las conversaciones, que en un principio versaban sobre asuntos laborales, fueron derivando hacia temas personales, incluso íntimos. Inconscientemente, comencé a prolongar voluntariamente mi jornada, me costaba despedirme de ella, de su pasión por la vida, de sus planes, tal vez excesivamente ilusos, como corresponde a alguien joven que comienza a disfrutar de la libertad de un adulto.
Nuestros cuerpos chocaban fortuitamente en demasiadas ocasiones, nuestros dedos se entrelazaban a la mínima ocasión, nuestras miradas hablaban su propio lenguaje. La besé por primera vez en el laboratorio, aprovechando la necesaria soledad que necesitaba el experimento. Fue un acto instintivo, temerario, aún me sorprendo por mi osadía. Pero ella respondió con pasión furiosa, atrapándome, apretándose contra mí, no deseábamos separarnos, perdimos la noción del tiempo y del espacio, casi nos descubren.
Durante los tres días posteriores, traté de evitarla, arrepentido, avergonzado por mi comportamiento. Ella me dijo, sin que yo le explicara nada, que lo entendía y que me respetaba. Pero finalmente la pasión y el deseo que siento por ella vencieron mi resistencia, y una mañana le propuse salir a pasear por los jardines del disco seis, conocedor de que ella vive allí. Me sugirió que pasara a recogerla por su apartamento.
Reconozco, que estuve unos diez minutos en el pasillo que llevaba a su puerta, sabedor, de que en realidad no íbamos a salir a caminar a ningún sitio. Especulé con la idea de rechazarla amablemente y quedar como amigos. Pero ni yo mismo me lo creía, la deseaba con todas mis fuerzas, ansiaba acariciarla, recorrer toda su anatomía, descubrir sus fantasías, sus secretos… Cuando apreté el timbre de su puerta, temblaba como un niño instantes antes de cometer una travesura, sabía que estaba obrando mal, aunque, por otro lado, me sentía rejuvenecer, la sangre volvía a correr por mis venas. No quiero disculparme ni justificarme, pero mi mujer ya no mostraba ningún interés por mí, estoy convencido de que las pocas veces que hacíamos el amor, era para mi esposa, una especie de tarea doméstica, algo mecánico, carente de toda fogosidad. Al abrir la puerta me indicó que pasara, que aún no estaba lista, su apartamento olía a sándalo, un sensual holograma inundaba la estancia acompañado de una música suave e instrumental. Me dejé llevar, y sobre su sofá, terminamos lo que habíamos dejado a medias en el laboratorio…
Salgo del ascensor, y recorro en unos dos minutos los escasos seiscientos metros que me separan del hotel. Busco el número que me ha indicado y, con una creciente excitación, aprieto el botón de llamada. Tras cruzar el umbral, necesito unos instantes para que mis ojos se adecúen a la escasa iluminación rojiza que se desparrama por los rincones. La estancia es pequeña, como corresponde a este tipo de alojamiento, dos metros de ancho por cuatro de largo, percibo como los pelos de mi cabeza rozan el techo, a mi derecha está el cuarto de baño. Ella, enfundada en un ajustado vestido negro, sobre la cama desplegable: de lado, apoyada sobre uno de sus codos, me sonríe, en su rostro se dibujan esos característicos hoyuelos que tanto me atraen. Apenas hablamos, me indica que me acerque, al sentarme en la alcoba intento quitarme las zapatillas, pero no lo consigo, se abalanza sobre mí, yo cedo a su presión y me quedo tumbado apoyado sobre mi espalda. Sus manos me buscan y me encuentran totalmente erecto, siempre me ocurre en su presencia, un simple roce de ella es suficiente para encenderme, siento una terrible presión, incluso me duele, noto cada fibra del músculo. Me olvido de todo, nuestras lenguas se entrelazan en un beso interminable, ella está encima, totalmente preparada para mí, y no me refiero solo a que no lleve ropa interior. Encajamos a la perfección, su cálida humedad me envuelve, nuestros cuerpos se entrelazan, tengo la sensación de que nuestras terminaciones nerviosas conectan entre ellas. Baila sobre mí, yo entro en un nirvana de contenida excitación, me concentro en su placer, me olvido de todo y los remordimientos se disuelven, de alguna forma mágica, sé lo que tengo que hacer, sigo el ritmo de sus caderas, mientras mis manos buscan sus pechos bajo la tela. Danzamos al mismo ritmo, disfruto de sus orgasmos, saboreando un exquisito placer dominado.
Cuando está agotada cae sobre mi pecho y me coloco sobre ella. Me anima, me susurra frases increíbles que elevan mi autoestima masculina, ahora es su pelvis la que sigue la cadencia que le marco. Dejo escapar la tensión contenida, me vuelvo salvaje, irracional, hasta que exploto y me derramo en su interior, ella absorbe mi energía, la disfruta y culmina una vez más junto a mí.
Nos miramos en silencio, abrazados, disfrutando del momento, saboreo cada segundo que gasto a su lado. Hasta que la imagen de mi niña atraviesa mi mente como un destello, y el sentimiento de culpa, la losa del pecador hunde mi alma. Me siento miserable, quiero decirle que no nos podemos volver a ver, pero no lo consigo; porque no es cierto, la deseo, la necesito, solo pienso en ella, es algo maravilloso y doloroso, estoy atrapado en una descarnada batalla entre mente y corazón…
—¿Ya te tienes que marchar? —me pregunta compungida al observar la transformación de mi rostro en una máscara de mármol.
—Sí, lo siento, me gustaría quedarme, pero sabes que no puedo.
Contemplo su sonrisa y su expresión de cálida complicidad.
—Venga, márchate, tienes que ir con tu familia. —me susurra tras un dulce beso.
Me visto con rapidez, en realidad, solo tengo que subirme el pantalón. Me despido y corro hacia mi rutina, hacia mi mentira, hacia la seguridad, hacia mi cárcel sin rejas…
Luis Ángel Fernández de Betoño